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"Cloro"

  • Writer: Aitor de Miguel
    Aitor de Miguel
  • Apr 16
  • 6 min read

Updated: Apr 18



Tomás se apunta a clases de natación poco antes de cumplir cuarenta y un años.

Alto y delgado, de brazos largos, el primer día realiza una prueba de nivel.

Su técnica es pobre y ofrece más resistencia de la deseada. Le asignan una calle de nivel medio. La piscina olímpica está dividida por corcheras y una plataforma flotante. Va a nadar solo. El agua está fría, el cloro le irrita las cuencas de los ojos. Cada largo son veinticinco metros que se le hacen eternos. Le cuesta respirar, lo hace a borbotones, y sus brazos bailan bajo el agua en lugar de impulsarla hacia atrás.

Con el paso de los días, es consciente de que ha descubierto un ejercicio sano, ideal para combatir las contracturas en la espalda. Al terminar se siente relajado, en paz. Decide asumir cada clase como un reto inesperado, le gustaría nadar con estilo, como aquellos a los que no les cuesta ningún esfuerzo. Se compra un bañador nuevo y unas gafas más ajustadas. Quiere continuar hasta el verano siguiente.

 

Pero fiel a su naturaleza inquieta y reflexiva, esa armonía interior no le dura mucho.

 

Un día se observa mirando hacia la bancada. Durante las jornadas de competición, esas butacas se llenan de padres excitados pendientes de los progresos de sus hijos. El sentido lo da la excelencia, ser el mejor. Pero la motivación en un hombre de cuarenta años no es la misma que en un adolescente, a su madre no le gusta nadar y su padre falleció, hace ya muchos años, en un accidente de coche.

Entonces, ¿por qué mira hacia la grada?.

 

Mientras bucea y contiene la respiración, le asalta un recuerdo vinculado también a una piscina, hace casi cuatro décadas.

El curso escolar apenas ha comenzado. Tiene cinco años. Sus padres no están con él. Le rodean otros niños a los que no conoce, que se aferran al bordillo provistos de flotadores en los brazos. Le tienen fobia al agua, que resulta desagradable porque huele a cloro. Patalean. Tomás mira a la profesora sin inmutarse, incluso dedica unos gestos de ánimo al niño de al lado. Le recuerda que ya están flotando y no pueden hundirse.

Aliviado, regresa a la superficie. Por primera vez desde que asiste a las clases, siente que el agua lo acaricia en lugar de golpearlo.

 

Pasado un tiempo, se sorprende de nuevo mirando hacia el banco. Le invade un profundo desasosiego que le impide concentrarse. Su respiración se torna irregular. No quiere comentárselo a ningún compañero, pero mientras avanza percibe una silueta acercándose en dirección contraria, que antes de chocar con él, desaparece. ¿Quién es?. Vuelven a fallar los brazos. Tiene la sensación de permanecer suspendido en el mismo punto, como una boya a la que nadie mira. Se agarra a la corchera y cierra los ojos. Visualiza el pabellón acristalado de la piscina, el vuelo de un pájaro intruso, los ojos fugaces de una nadadora. Le asaltan de nuevo los recuerdos, caóticos y caprichosos. Retrocede hasta ese islote en el mediterráneo, pino y roca, en el que estuvo a punto de ahogarse. Aquella vez que atisbó un pulpo pequeño, rosado y viscoso. Le cuesta respirar cuando recuerda esa aguadilla en el instituto, traumática, de la que no supo defenderse. Consigue calmarse cuando regresa a los atardeceres en un pantano en las montañas, trampolín azul, agua de verde y barro. Entonces su padre sí estaba con él. Le regañaba porque no se ponía la crema protectora. Aunque desapareciera cuando todavía era un niño, aunque el destino le robara la posibilidad de hablar con él de hombre a hombre, su recuerdo le reconforta. Los nervios desaparecen, de nuevo siente que flota sin esfuerzo. Pero qué ingenuo, apuntarse pasados los cuarenta, pretender alcanzar un estilo que nunca tuvo… En el fondo, ¿para qué nada?, ¿es que acaso le importa a alguien?. Confundido, regresa a su calle, trata de coger el ritmo. Varios compañeros están a punto de doblarle y el desánimo se apodera otra vez de él. Con el pecho encogido, mirando al suelo, se escabulle por un lateral sin que nadie le eche de menos.

 

Esa tarde se desahoga con su mujer. Se siente impotente, tiene espasmos, apenas consigue terminar las clases. Ella acude al recinto por sorpresa. Tomás la ve antes de sumergirse y le lanza un beso. Cierto que a pesar de todo, ha subido de nivel. Ahora comparte calle con veteranos durante clases de una hora. Nada el último pero tiene compañía. Aunque sólo el orgullo lo mantiene a flote. La misma silueta inquietante lo persigue ejercicio tras ejercicio, situándose a su espalda. A veces, con su mano extendida, le roza los dedos de los pies. Otras reaparece más cerca, las burbujas que produce su respiración le empañan las gafas, se desespera porque no hay oxígeno suficiente para los dos. Su corazón acelera. Los brazos se estiran buscando el mejor ángulo, en vano. Quiere girar la cabeza para coger aire, cuando siente una fuerte sacudida en el pecho. De nuevo un momento del pasado, anclado en las profundidades de su mente, brota de nuevo a la superficie. La espalda de su progenitor, ancha y proporcionada, le protege de la luz del sol. Es verano y ambos se encuentran en el estanque de su pueblo. Tomás no ha dado aún el estirón, tiene diez años, la piel muy blanca y un cuerpecito enclenque. Ha olvidado la crema protectora, otra vez. El césped le hace cosquillas en los pies y las tumbonas están desiertas. Nadie más les hace compañía. Su padre le invita a darse un baño, pero él prefiere observarle desde el bordillo. Lo idolatra porque mide casi dos metros, es un gigante, y la barba le da un aire solemne y bohemio. Se lanza de cabeza y a continuación expulsa el aire con elegancia, en una cadencia perfecta. ¡Así se nada!. A Tomás le parece un cachalote llegado desde la otra orilla del mundo. Con unas pocas brazadas alcanza el bordillo contrario y regresa hasta su hijo dentro de un orden natural, como si no le costase el más mínimo esfuerzo. Como si en lugar de aprender a caminar, hubiera aprendido antes a nadar. Es un instante bello, pleno de armonía. El tiempo se ha detenido. Existe entre ellos un diálogo que va más allá de las palabras, que sabe a cloro y a hierba, a sol y a cosquillas en los pies. Su padre nada para él, sólo para él, y esa es su manera de decirle que le quiere antes de que la tragedia se lo lleve para siempre.

 

A Tomás le escuecen los ojos. Bucea hasta la escalera más próxima y se queda sentado en el bordillo, como aquella mañana hace tantos años. El profesor le pregunta si se encuentra bien. Algunos compañeros le hacen gestos para que se lance otra vez al agua, pero no puede. Cuántas veces recordamos, a lo largo de nuestra vida, lo que nuestros padres han hecho por nosotros, pero también lo que no han hecho. Aquello que nos han quitado. Tomás se frota los ojos otra vez, para limpiarse las lágrimas, y siente como ese desinfectante revolucionario, que ha salvado la vida de millones de personas, penetra por todos los poros de su piel, hasta los huesos, hasta el corazón incluso, y lo sacude con la virulencia de una tormenta en altamar. Ahora es consciente de porqué se apuntó a natación, de porqué mira hacia la grada, de porqué le persigue esa silueta con la que siempre está a punto de chocarse.

 

Una fuerza desconocida le guía de nuevo hacia el agua. Esta vez no basta con el orgullo. Se coloca el último y repite los mismos ejercicios que sus compañeros, pero ya no quiere ir el primero. Sólo quiere disfrutarlo, como si aquel día hubieran nadado juntos en el estanque. Siente que se lo merece, que no tiene la culpa, que no existen el tiempo ni lo que nunca sucedió. Que su padre le quería.

Su corazón, pese al esfuerzo, late tranquilo. Detalles que antes solían interrumpirlo, como la inclinación de la patada, se suceden con naturalidad. Mantiene tenso el abdomen, el ángulo recto en el antebrazo y el codo, la cabeza perpendicular al piso sumergido. La batida se acompasa, la patada fluye sincronizada al rodillo de los brazos, la espalda gira y se perfila para ganar más impulso. Ahora sí, el agua lo mima, la velocidad aumenta.

El miedo ha desaparecido. Entonces deja que la silueta se aproxime poco a poco. Brazada a brazada, comienzan a deslizarse en paralelo sincronizados por la misma melodía, la que nace de una profundidad que para los dos ha dejado de ser insondable. Flotan en compañía de todo lo que no se dijeron. Se adentran en los confines de un lugar sereno, un océano de equilibrio que Tomás ha descubierto y no quiere abandonar. Ahora es él quién nada para su padre y le devuelve ese regalo, imita el giro de su pecho buscando el mejor ángulo, la cadencia de su respiración, la frecuencia de sus piernas propulsándose bajo la superficie. Le invade una sensación de plenitud infinita, no necesita nada, no busca la aprobación de nadie, sólo desea estar ahí, juntos. Deslizándose en una simbiosis amniótica entre el agua y el cloro. Despidiéndose de él desde el amor y el perdón, dejándolo marchar porque sabe que volverá siempre que lo necesite.

 

Sus compañeros, presintiendo que se encuentra en estado de gracia, van echándose a un lado. Pronto pierde la cuenta. La piscina se le hace pequeña como si nadara en una bañera. Ya no importa si el agua está fría, si alguien lo observa desde la grada o si avanza más rápido.

 

Tomás, al fin, nada para sí mismo.

 

 

 

 

 

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