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"Llamadas a Medianoche"

Es cerca de la medianoche. Llevamos más de un año saliendo y nos vamos a casar.

Me ama, así que insisto, que si pueden hablar en otro momento, al día siguiente, que no va a cambiar nada entre esta noche y mañana por la mañana, y que tengo muchas ganas de acostarme con ella. Que la llamada a su madre puede esperar, pero yo no.

 

Mis amigos ya la conocen bien, y por una vez están todos de acuerdo. Pasan por casa y se sirven café, en nuestras tazas, y sin que yo diga nada, apoyan sus brazos en mi hombro y confiesan que me tienen envidia. Que les agrada, que incluso les gustaría compartir el resto de sus vidas con ella, que la encuentran inteligente, hermosa y culta. Me gustaría contarles alguna de sus rarezas, como que nunca hacemos el amor entre las once y media y las doce y media de la noche, porque tiene que hablar con su madre. Tampoco es que a mí me apetezca hacerlo siempre a la misma hora. Es el hecho de que exista algo inmutable entre nosotros, un matiz místico e incomprensible.

 

Vamos al cine, sesión nocturna. A veinte minutos del final abandona la sala con el móvil en la mano. Cuando salgo, la encuentro esperándome. “Nos vamos a casar”, le digo, tratando de sonar convincente,”no debe haber secretos entre nosotros. ¿Por qué tiene que ser precisamente ahora? ¿No puedes llamarla antes de venir, o mandarla un mensaje?”. Porque podrían comunicarse con la luz del sol, entiendo, que es más agradable, o antes de comer, con ese cosquilleo en el estómago. Se contactan justo antes de dormirse, cuando el cuerpo y la mente están exhaustos, en esa franja horaria en la que están condenadas, ocurra lo que ocurra, a pasar a la siguiente.

 

Sus amigas también aparecen por casa. Se sientan en nuestros sofás y la admiran por su forma de ser, elegante y educada, o mejor dicho, nos idolatran a los dos: “Sois el uno para el otro”, esa frase manida pero que en nuestro caso les parece cierta, y añaden: “Sí, con nosotras hace lo mismo, pero es normal, se trata de su madre.”. Yo pongo cara de sorpresa. No es que todos sus quehaceres diarios orbiten en torno a esa llamada. Lo curioso es que, dentro de la vida sofisticada que se les presupone a las personas atractivas, ese dique atemporal permanezca ahí, a la vuelta de la medianoche. No importa si estamos con amigos, en un concierto de jazz o padeciendo un ataque de tos. Para ella es una especie de ancla sin el cual se estrellaría contra las rocas, a pesar de estar conmigo. Su madre representa una influencia vital que a mí no me ha sido concedida. No formo parte de la ecuación que la mantiene a flote.

 

¿Y si exagero?. Es pronto y abro la ventana. Del asfalto de la calle brota una humedad deliciosa con sabor a hojarasca que se cuela en nuestro dormitorio. Ella yace en la cama, pura en su desnudez. Aparenta estar dormida, hasta que abre los ojos y me observa, como si me correspondiera a mí tener que darle una explicación. “Es más fuerte que yo, más constante que yo, más voluntariosa que yo”, reflexiono, y ese cosquilleo receloso se instala en nuestro dormitorio.

 

En el fondo, fantaseo, podría tratarse de una estrategia. Ambas, madre e hija, invierten el tiempo. Discurren en contra de la sociedad de la información. Es como si se dijeran, “Todo va muy rápido, pero no para nosotras, porque nos lo contaremos siempre a la misma hora, ni antes ni después”. Es como mirarle a la prisa de frente, levantar la palma de la mano y detenerla mientras se marca un número de teléfono.

 

¿Qué se supone que he de hacer? ¿Aceptarlo y ya está, eso es el amor?.

 

Otro día despierto lleno de sudor. Sueño que amanece entre la niebla. Millones de seres abren los ojos y esbozan planes unos con otros. Se imaginan quedando por la tarde para ir de compras, jugar al tenis, compartir un café. El despertar de la vida. Ella y su madre jamás harían algo parecido. Si les tocara la lotería, esperarían medio día para contárselo.

 

Una tarde le pido amablemente que no lo haga, que no descuelgue el celular, “me genera un estrés terrible, no consigo dormir”. Le garantizo que no le pasará nada, que permaneceré a su lado, la abrazaré, la escucharé y haré lo que me pida, y la tierra seguirá girando, en fin. Intenta decirme algo, pero de sus labios no brota ni una sílaba. O no me entiende, o su respuesta está tan alejada de nosotros que prefiere quedarse muda. Me recuerda a un ser de otra dimensión, lejana e inalcanzable. Se extiende a su espalda un océano desconocido, negro, sin peces en el agua ni pájaros en el cielo.

 

Trato de olvidarlo.

Me quiere, me lo dice todos los días. No hay nada más que nos perturbe. “Todas las parejas tienen algo, tienen sus límites” me digo frente al espejo. Respetaré el suyo, esa llamada entre las once y media y las doce y media de la noche, llueva o truene, frente a un terremoto o en el epicentro de un incendio.

 

Durante un par de meses planificamos el viaje a Egipto. Las pirámides, el desierto, los bazares, siete noches rodeados de lujos exóticos y dulces de almendras. Llevamos un router portátil, tarifa de datos ilimitada, tres horas de diferencia. Fácil. Pero la salida del primer avión se retrasa, y la aerolínea carece de cobertura durante el vuelo, que abarca la medianoche. Imposible. Pongo la mejor cara de circunstancias que conozco, me arrodillo en medio de la terminal y le suplico que subamos a ese avión, que en un par de horas se pondrán en contacto, tan sólo un par de horas, “el mundo seguirá girando y a Egipto sólo se va una vez en la vida, por favor, te lo suplico”. Duda, y es la primera vez. Lo interpreto como un indicio de empatía. Insisto hasta que no se me ocurre nada más que decir, siento que ya he hecho el ridículo hincando las rodillas mientras otros pasajeros nos graban con el móvil. El vídeo se hace viral porque pese a mis ruegos, ella no reacciona. Ni se mueve, ni emite ningún sonido. El avión despega y la terminal se vacía.

 

¿Es así desde la infancia? ¿Se trata de simple testarudez, un trauma inconfesable, una neurosis compulsiva?. Tengo que saberlo, porque nos vamos a casar, la quiero, voy a compartir el resto de mi vida con ella, unidos en santo matrimonio. O es eso, o todo lo contrario.

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