"Rocinante de Acero"

Mi rocinante no es de hierro, es de acero. La horquilla es rígida y de color verde oliva, mi favorito. Le he colocado unas alforjas, una a cada lado de la rueda trasera, como si cabalgara con él en una película del oeste. Con su puño giratorio de seis velocidades, estoy convencido, puede superar cualquier horizonte. Giro el manillar y enfilo la puerta del portal tan ilusionado como un niño.
Algunos peatones me observan con recelo, soy grande y mi porte muy pequeño. Es plegable y urbano, de veintiún kilogramos de peso. Yo mido un metro noventa y peso ochenta y nueve kilos. Aún así, nos llevamos bien.
El día es soleado, la calle está llena de vida, el semáforo ha virado a rojo para los vehículos de combustión. Me deslizo cuesta abajo ayudado sólo por la gravedad, no utilizo los pedales, no ajusto las marchas. Soy consciente de que un pequeño bache puede dar conmigo en el suelo, un trozo de cristal causarme un pinchazo. La relación también es directa con todo lo que me rodea: el olor de un puesto de castañas, las conversaciones en el bar de la esquina, el roce de un perro que cruza junto a su dueño. Si tuviera que reparar el neumático de caucho, se trataría de una acción sencilla y cercana. Reforzaría mi vínculo con este velocípedo de metal. Al pasar a su lado, observo las muecas de hastío de los conductores de coches, atrapados en sus cubículos de chapa, estáticos en un atasco. Mientras, la brisa de la mañana me dibuja una sonrisa en el rostro. Un pensamiento romántico me asalta: ¿Qué es un ciclista? Alguien que potencia sus cualidades con ingenio, y sigue dependiendo de sí mismo.
Ahora activo la batería de litio, el pequeño motor se sincroniza al eje trasero y empuja con suavidad. Dejo atrás el alquitrán y ruedo sobre la hierba del parque. Me acompaña el recuerdo de mi primera vez, también en una arboleda, bajo la mirada vigilante de mi padre. Caí y me choqué. Me hice daño y necesité unos días para adaptarme. Pero nunca olvidé que se trataba de un regalo.
Una cuesta arriba me brinda la posibilidad de desentumecer las piernas, pedaleo con alegría e inhalo todo el aire puro que puedo. El sonido del tráfico ha desaparecido. Me detengo bajo bandadas de pájaros, bebo de una fuente de piedra, sigo adelante y las copas de los castaños desfilan como diapositivas ante un espectador privilegiado. Viajo limpio y barato por el teatro que es la vida, gozando de este diseño atemporal que disfrutaron mis antepasados.
El parque se queda atrás, piso de nuevo la acera. Descabalgo, aprovecho para tensar la cadena, ajusto las zapatas de los frenos de aluminio. Camino como un peatón más junto a mi amigo fiel, y al llegar al paso de cebra me fijo en las riadas de automóviles que esperan su turno. De nuevo me pregunto, ¿Cuántos de ellos podrían desplazarse igual que yo? Porque así somos, conscientes de que algo no funciona aunque decidamos ignorarlo.
También a mí me ha costado cambiar la inyección por los pedales, ser leal a mi pegaso de dos ruedas. Ahora disfruto del placer de no controlarlo todo, de someterme a la lluvia y al viento, de haber eliminado de la ecuación el tiempo y la prisa.
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