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"Travesía"



Él y ella se detienen frente al enorme letrero sobre la entrada del bar, que también es restaurante. Lo forman dos placas metálicas y retro iluminadas, de unos tres metros de ancho, inclinadas hacia afuera y unidas por los extremos. A él le parecen la proa de un barco que asoma desde la fachada, dispuesto a embestir a alguien.

 

Justo debajo, una vidriera opaca y dos puertas de cristal asustado, como si un borracho fuese a romperlas, dan la bienvenida al local. La hoja amarillenta con el menú del día y decenas de anuncios con oficios de extrarradio siguen colgados en el tablón de corcho, junto a una máquina estridente y tragaperras. Frente a ellos se proyecta una barra de madera vieja y sucia, alargada hasta el infinito, que corta el espacio en dos mitades iguales. A babor se encuentra un surtidor de cerveza dorado con forma de cobra, seguido de estanterías empotradas con neones centelleantes, como en un burdel de tierra firme. Los licores, güisquis, rones y tequilas malviven hacinados y cubiertos de polvo junto a tapetes, cubiteras, manteles y ralladores. Al fondo, desde la popa, les saluda un camarero con mandil, brazos tatuados y cara pálida de expresidiario. Se mueve inquieto bajo la luz azulada de un fluorescente que no deja de parpadear. Junto a él, una puerta ennegrecida sin cerrojo da acceso a un baño “unisex”, y otra puerta batiente conduce a la cocina. A estribor, frente a la barra, una fila de taburetes altos chirría sobre el suelo de granito falso, cubierto de serrín y servilletas usadas, y en la pared lateral, entre pósteres del Atleti, un televisor casi tan grande como el letrero de la calle escupe un partido de fútbol.

 

Entre los clientes del barrio hay un poco de todo. Un par de alcohólicos, la cuota habitual de ojos vidriosos y mirada perdida. Varios obreros de la construcción, que superan en volumen al televisor. Y una sesentona hortera y emperifollada como si fuera a una comunión. En un alarde de pensamiento poético, se le ocurre que también los acompaña una intuición, casi certeza, la de saber que este es su mundo aunque en el fondo no les guste y no consigan escapar de él. Por eso él permanece callado y cabizbajo y no comparte sus observaciones con ella.

Pero ella sonríe porque recuerda que se conocieron aquí hace exactamente un año, y ha quedado con los mismos amigos con los que se encontraba aquel día, los suyos, para celebrarlo. Porque es aquí donde se reúnen desde los tiempos del instituto.


Aquel día él había entrado de casualidad, paseaba y le apetecía un café. Ahora está seguro de que los amigos de ella llegarán en tropel y le abrazarán efusivamente, como si le conocieran desde hace décadas. Vendrán en chándal, con gorras y camisetas ajustadas en sus torsos de gimnasio, ellas con moños ceñidos y faldas muy cortas aunque sus piernas no sean bonitas. A algunos les cantará el aliento, porque vendrán de fumar, aunque el sarro no lo causa el tabaco. Luego pedirán dobles de cerveza, porque aquí es excelente y más barata que las copas, y encargarán unas gambas y unos langostinos aunque se queden con hambre. Más tarde hablarán de sus oficios de currela, precarios y mal pagados, con la educación que les da la universidad de la vida.

Poco a poco, gracias al alcohol, emergerá de las profundidades un ambiente de falsa camaradería y se darán besos y jurarán que nunca dejarán de verse. Luego saldrán a la calle para compartir un porro. Ella le observará de reojo, a ver si se lo pasa bien, y le comerá la boca mientras ríe y grita y fuma cada vez más alto, con sus pendientes de aros golpeándole en la cara y el escote de la blusa apretándole el pecho.

 

Antes de que todo esto ocurra, él se fija en unos azulejos de colores enfrente de la barra. Son nuevos y no los había visto. Alguien los ha colocado ahí en un torpe intento de ambición estética, pero el resultado es todavía peor y no encajan en absoluto.

Algo se le remueve por dentro.

Entonces se pregunta cómo pudo ser embestido por aquel barco, y si podrá sobrevivir después de saltar por la borda y perderlo de vista para siempre.

 

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